No digo que fuese amor sincero a primera vista. En realidad, yo creo que no lo fue. Se parecía más a esa adoración que deben sentir las víctimas de un secuestro al, de repente, verse liberadas por un misterioso desconocido.
El amor es algo que surge del conocimiento, la comprensión, la confianza… y en los primeros tiempos estas cosas brillaban por su ausencia. Menos la confianza, que por su parte no sé, pero yo tuve que depositar una suerte de confianza ciega en ella, exponiéndome a cualquier cosa. Impulsos como el que yo sentí no son algo tan infrecuente como podría parecer, quizás no sean tan obvios, pero ocurren. Pero no es tan fácil tirarse de cabeza a lo desconocido cuando estás en tierra firme, por muy yerma que ésta sea.
Pero volvamos a la historia que nos ocupa, si esto no importuna al lector. Todavía puedo sentir un escalofrío de emoción al pensarlo: la seguí.
La ahora llamada Tequila no miró hacia atrás en ningún momento, segura de que seguiría sus pasos y, por supuesto, estaba en lo cierto.
(Norma número uno para tratar con Tequila: prácticamente siempre tiene razón)
Me costó sudor y sangre ir tras ella, a pesar de su vestido y sus tacones se movía con una agilidad pasmosa y a gran velocidad entre la gente que llenaba las calles. Conseguí ponerme a su altura y seguir su ritmo, y aunque ella seguía sin dedicarme siquiera una mirada, vi como sus labios dejaban entrever el esbozo de una sonrisa complacida.
Al rato se paró, y yo con ella. Dándose la vuelta me miró de frente de forma franca y penetrante y de nuevo me besó. Yo, obviamente, respondí a la provocación con bastante entusiasmo… en todos los sentidos. Al separarnos, me cogió de la muñeca y me hizo pasar al edificio que había al lado nuestro. Era un hotel, bastante caro por la pinta.
Seguimos andando hasta el ascensor donde al pulsar el botón y cerrarse las puertas, nos volvimos a juntar. Yo flotaba en una especie de nube mientras íbamos llegando a una habitación. Aunque pueda parecer tonto, aún recuerdo el número: la 107.
Me entran ganas de pegarme una paliza a mi mismo cuando recuerdo cómo al cerrarse la puerta de la habitación me caí de la nube y me asusté. Bueno, en realidad sentía pánico por la magnitud de la locura que estaba a punto de cometer, y eso que entonces yo no tenía ni idea de hasta qué punto lo era.
Tequila, no sé cómo, se dio cuenta y se impacientó ligeramente conmigo:
- Mira, tío, no te obligo a nada, pero si vas a ser un cagado y a la mínima vas a salir corriendo, hazme un favor y lárgate ya, porque no tengo tiempo para perderlo ni contigo ni con nadie. ¿Me has entendido bien?
Vaya. Qué directa. Sí, yo me sentía un capullo integral, al fin y al cabo, era yo quién había decidido ir con ella. Además no era precisamente muy duro continuar con lo que estaba haciendo en ese preciso instante. Pero el problema no era el momento presente, sino el después. Una vez empezado no habría marcha atrás.
“¿Y qué?” pensé, “¿cuántas veces se me va a presentar una oportunidad así?”.
Pero aún tenía dudas
- Sí, digo, bueno, es que se me hace tan raro y ni siquiera me has preguntado mi nombre ni nada, y no sé por qué estoy aquí, y…
Me miró un poco enternecida por mis balbuceos idiotas, como un profesor miraría a un alumno lento pero que se esfuerza.
- A ver… no te preocupes tanto. Estás aquí porque quieres estarlo, no te he preguntado tu nombre porque no quiero saberlo y, no, no estoy loca ni enferma, aunque a ese respecto tendrás que confiar en mí. Si de verdad te preocupa lo del nombre puedo darte uno.
- Pero no será el mío.
- Para mí sí, y eso es lo que nos interesa ahora. Tú serás… hmmm… Equis.
- ¿Qué clase de nombre es ese?
- ¿Lo tomas o lo dejas?
Lo tomé.
Me dejé llevar por la situación. Cumplí con mi papel y Tequila con el suyo, de una forma bastante satisfactoria. Así establecimos un pacto que habría de durar toda nuestra historia: iba a llegar hasta el final, por muy incierto que fuese. Y supongo que ya empecé a aceptar que Tequila siempre tendría la última palabra.